Este domingo después de remolonear por
casa hasta la hora de comer decidimos dedicarlo a explorar otra zona de la
ciudad, una actividad de fin de semana que nos gusta mucho por su componente
local y aventurero a la vez. Esta vez el plan era: coger un tren hasta Grant Rd
y echar a andar más o menos hacia el suroeste hasta encontrar las famosas
"torres del silencio". Luego parar a comer por el camino en cualquier
sitio.
Parecía un plan sencillo, ¿no? Pues
bien, en esta ciudad todo se complica muchísimo cuando no llevas un mapa encima
(y si lo llevas, también, no nos engañemos). Súmale a eso que a veces te
encuentras con zonas residenciales apenas sin tiendas, ya no digamos
restaurantes, que se extienden bloque tras bloque, sin calles perpendiculares
por las que huir, sin paseos arbolados o marítimos con los que aliviar el
calor, solo una calle interminable llena de polución, antiguas mansiones
coloniales destartaladas y modernos rascacielos en obras. Supongo que saber que
el mar estaba a pocos metros pero que no había manera de verlo, que no
supiésemos cuándo se acabaría la maldita calle y que fuesen las 4 de la tarde y
aún sin comer no ayudó a disfrutar del paseo.
Pero justo cuando parecía que la calle
llegaba a su fin y que tendríamos que dar la vuelta y darnos por vencidos,
allí, entre dos enormes edificios residenciales, había un pequeño templo hindú
y una callejuela de no más de un metro de ancho con un muro de piedra que
rodeaba una zona arbolada. Nos acercamos... ¡y dimos con un cementerio hindú!
Las tumbas eran pequeños bloques de piedra con relieves de shivalingas y pares
de pies. Un poco más allá, se veía gente viviendo entre las tumbas, una
prolongación del barrio humilde al que estábamos a punto de adentrarnos. O
quizá era el sacerdote responsable, quién sabe. La cuestión es que seguimos
adelante y fuimos a dar con una zona de construcciones bajitas a pie de mar,
rodeadas de basura, con los niños semidesnudos jugando en la calle con restos
de madera, las cabras atadas en el portal y el vecino saliendo a cagar con el
paraguas (lloviznaba) entre las rocas. Allí éramos unos extraños, y al menos a
mí me embargó ese extraño sentimiento de pensar «¡qué pintoresco!» cuando ves
una escena de lo más cotidiana. Supongo que ellos pensarán lo mismo de
nosotros.
Detalle de Ganesh en un templo. |
Seguimos explorando, guiados por la
intuición, hasta que la calle dio paso a un espacio abierto que resultó ser un
enorme estanque artificial. Este era de planta rectangular y sus márgenes eran
escalones que se adentraban en el agua. En ellos la gente se bañaba (el agua no
estaba excesivamente sucia), lavaba la ropa o hasta jugaba al críquet. En el
estanque también había grupos de ocas y, alrededor de este, numerosos templos.
Más tarde vimos que el sitio se llama Banganga, que es una antigua piscina que
recoge las aguas de un manantial y que su origen mitológico lo debe a Rama que,
sediento durante la búsqueda de su amada, pidió que le trajeran agua y en vez
de eso su hermano Lakshmana disparó una flecha al suelo del que brotaron las
aguas del Ganges.
Banganga |
A pesar de que el sitio tenía mucho
encanto, el hambre acuciaba, así que reemprendimos la marcha calle arriba y,
mientras devorábamos unas aloo pakoras, evaluamos la situación: no sabíamos
dónde estábamos ni cuánto faltaba para llegar a tierra conocida, ya no digamos
el tren. Así que como íbamos a coger un taxi igualmente, decidimos aprovechar y
acercarnos hasta un sitio que teníamos pendiente, la mezquita Haji Ali, que se
encuentra en medio del mar en la costa oeste de Mumbai. Ya desde el taxi, vimos
que si hubiésemos andado 10 minutos más habríamos llegado a las puertas del
Kamala Nehru Park, un parque desde el que se ve que hay unas vistas
espectaculares del litoral. Otro día será.
Volvamos a la mezquita. No sabemos si
es que el sitio siempre es igual de concurrido o es que todo Mumbai tuvo la
misma idea que nosotros, pero en la pasarela que sirve de acceso al templo no
cabía ni un alfiler. Familias enteras de musulmanes se abrían paso hasta el
complejo mientras a banda y banda los tenderos y los mendigos intentaban llamar
su atención. Entre los primeros, había los que vendían recuerdos, complementos
y juguetes de plástico, mientras que los mendigos se organizaban en gremios: la
zona de los ciegos, la de los leprosos, la de los mutilados... También había,
cada pocos metros, chicos con una báscula que por 2 rupias te adivinaban el
peso, o eso nos habían contado. Estos se ve que no adivinaban nada, pero Jose
se pesó igualmente.
Haji Ali Masjid |
Sobre la mezquita en sí no os podemos
contar, parecía un edificio bastante vulgar al que no nos apeteció entrar
(estaba lleno de gente y yo llevaba un vestido sin mangas y no me apetecía
tener que disfrazarme de saco de patatas). En cambio, sí que descubrimos con
gran alegría que al lado de esta había una serie de chiringuitos en los que
servían kebabs. ¡Una tapa de carne a la brasa al lado del mar! Con un par de
cervecitas hubiese sido perfecto.
Luego ya de vuelta, justo antes de
salir al paseo en la zona cubierta de la pasarela, compramos el postre: una
especie de masa frita en ghee, parecida a una malpua (¡o quizá era una
malpua!), que nos sirvieron acompañada de una pasta anaranjada, caliente y muy
dulce. Jose además se tomó una crema a base de chirimoya y nata. Huelga decir
que todo estaba delicioso, eso sí, tardaremos una semana en hacer la
digestión...
El postre. |
«Eh —os preguntaréis— y qué pasa al
final con las torres del silencio famosas?». Pues bien, esta mañana he ampliado
la zona por la que estuvimos en Google Maps, y entre los árboles del parque que
hay enfrente del de Nehru, en el centro de Malabar Hill, se intuyen tres
construcciones de planta redonda. No tengo muy claro que nos podamos acercar a
ellas la próxima vez (los templos y demás lugares sagrados parsis están vetados
a los que no lo son), ni que debamos intentarlo. Y es que estas famosas torres
son el sitio al aire libre en el que los parsis dejan sus muertos para que los
buitres (y hoy en día las ratas, me temo), se los coman y así los devuelvan a
la tierra; un sitio, pues, en el que el respeto por lo "pintoresco"
es fundamental.