Salgo de casa en dirección al metro, son las 16:30. El finde ha sido ajetreado, excitante, cansado, y me he tomado con calma la comida en familia y el registro de archivadores en busca de algunos apuntes de bachillerato que necesito para la clase de repaso que doy mañana. En el metro estoy distante, y tengo que obligar mi mente a centrarse; delante de los ojos páginas y más páginas de análisis sintácticos forman un tramado arbóreo impenetrable. En Barceloneta entran un grupo de italianas que chillan como cerdas y les lanzo miradas ofendidas: quiero hacerlas callar con el vacío que es mi pecho.
Paseo de Gracia, cambio, pasillo interminable, L3. Me alegro un poco: en nada estaré en el bus y podré echarme una merecida siesta. Pero las esperanzas se me congelan al salir de la boca de metro y ver la parada completamente vacía. Ya venía preparada para esperar una hora si es que lo acabo de perder, pero tengo una corazonada... que se confirma al leer los horarios. Hora actual: 17:30. Próximo bus: 19:20. No pasa nada, respiro, respiro y con energía me vuelvo al metro (vuelvo a pagar con la T6, eso duele momentáneamente). En 5 paradas me planto en plaza España, allí algún tren sin duda querrá llevarme a esa mierda de... ese pueblo bucólico que es Igualada. Hora actual: 17:55. Próximo tren: 18:39.
Hago un cálculo mental basado en horrorosas experiencias pasadas a bordo de ese tren y me doy cuenta: no voy a llegar para votar. Maldigo, y me he estado reprimiendo toda la tarde. Maldigo la mierda de comunicaciones con las comarcas desde la capital, el tiempo y dinero que empleo en desplazamientos todas las semanas, maldigo lo poco previsora que he sido no habiendo consultado los horarios antes, los discursos aleccionadores que he dado en las últimas semanas sobre el deber de ir a votar, qué irónico. Y sobretodo maldigo lo mucho que me afectan chorradas como esta. Porque noto la rabia y la fustración llenando mi ser, y sé que voy a tener que controlarlas en un viaje aqueroso de dos horas para recorrer 60 km en el que la única alternativa a ralladas mentales y estados de extrema consciencia emocional és la lectura... de American Psycho.
Me ahorro la agónica descripción de cómo el cercanías se arrastra una parada tras otra dirección Manresa (sí, resulta que no es directo y a Martorell Enllaç toca bajar y esperar otro convoy). Solo diré que mis temores eran ciertos y que a eso de St. Esteve Ses Rovires un tramo especialmente cruento de una de las torturas del Sr. Bateman hace que cierre el libro de golpe, de repente este me quema en las manos y siento la imperiosa necesidad de alejarlo lo más lejos de mí que pueda. Dicho y hecho: al bajar del tren enfilo directamente hacia la biblioteca y como una zombie lo echo en el depósito de devoluciones un segundo antes de que me acuerde de que no pertenece a esa biblioteca. Vuelvo a maldecir mi inutilidad, y recorro el resto de calles hasta mi casa asustada de cómo se va a torcer la siguiente acción de la tarde. ¿Hacer la cena? ¿Lavar los platos? Tengo pocos y no quiero romperlos. Así que me siento en la cama, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, y dejo que mis problemas se los lleve la brisa que entra desde la ventana abierta.
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