diumenge, 4 de març del 2012

Fiestas religiosas

Tal y como les ocurriese a Sean Connery y a Michael Caine en la adaptación cinematográfica de la novela de Rudyard Kiplin El hombre que pudo reinar, un grupo de indios nos acogieron a Anna y a mí en una de sus celebraciones religiosas, pero no se limitaron a dejarnos pasar y poder observar desde una esquina lo que ocurría, sino que literalmente nos metimos hasta la cocina.

Todo comenzó una tarde de sábado cualquiera, pongamos el día 3 de marzo, en la que Anna y yo paseábamos hasta los límites de nuestro barrio buscando un templo llamado Smi Ram que se encuentra a la orilla del mar. Nos dirigimos hacia el norte haciendo zigzags norte-oeste hasta que en un cruce de caminos vimos unos luminosos, y cual polillas atraídas a la luz, allí nos dirigimos. Nuestro primer pensamiento fue que se trataba de una verbena de barrio, luces de colores, música y un hombre que decía cosas en hindi por un micrófono. Estábamos en la parte trasera y no nos decidimos a entrar, por lo que seguimos rodeando la manzana. De repente nos vimos dentro de lo que parecía la calle principal de un slum cualquiera, todo repleto de tiendecitas pequeñas de un metro cuadrado (zapateros, reparación de bicicletas, venta de comida, etc.), motos aparcadas en un lado, lo que parecía una pelea entre dos indios con una multitud mirando, una marea humana que fluía por ambos lados de la calle, un carril de coches de subida, y un carril de bajada por el que intentaba pasar un autobús. Y digo intentar porque la calle no era especialmente ancha y no cabía con tantos obstáculos. Un señor precedía al autobús y se dedicaba a colocar la hilera de motos en línea para facilitar la tarea.
Seguimos subiendo la calle, muy bien iluminada, hasta que llegamos a la puerta principal de lo que parecía una concentración política de algún partido hippie, un espacio abierto con las paredes forradas de telas naranjas y rojas, muchísima gente y carteles pintados a mano. Vimos el cartel principal pero el hecho de que estuviese en hindi no fue de gran ayuda. Vacilamos un momento, veíamos cómo entraba y salía gente y no sabíamos bien qué hacer. Nos debatíamos entre colarnos hasta esperar que nos echaran o simplemente seguir caminado. Pero por fruto del azar y la intervención divina un señor bigotudo que no hablaba nada de inglés nos vio interesados y se acercó a nosotros. Nos soltó una parrafada en hindi, nos señaló el cartel que tan claramente explicaba lo que pasaba dentro y nosotros nos quedamos igual. Probamos con el sistema de hacer frases de no más de cuatro palabras en inglés sin seguir normas gramaticales que cualquiera pudiese descifrar: “Religious festival? We come in?”. (¿Fiesta religiosa? ¿Nosotros entrar?) Y como a un iluminado se le cambió la cara, nos agarró de la mano y nos dijo que le siguiésemos.

Una vez dentro se podían ver sillas colocadas alrededor de los muros para no estorbar, a la izquierda un altar donde se intuía una figura religiosa, un escenario donde se encontraba el maestro de ceremonias con su micrófono y al fondo unas mesas con varias ollas grandes y bandejas de plástico apiladas. Ya estábamos dentro, todo un logro teniendo en cuenta que sin duda éramos los únicos extranjeros del lugar. Para no ofender a nadie, no sacamos la cámara de fotos y nos dedicamos a pasear por el recinto intentando descifrar lo que pasaba hasta que nos asaltó un grupo de tres indios entre los que se encontraba el primero que nos dio paso al recinto. Coincidió con el momento en el que iban a repartir la comida, por lo que se creó una cola enorme delante de las mesas con las ollas. Estos señores nos entregaron unas bandejas de plástico y nos indicaban que pasásemos a por la comida. Lo creímos correcto, era la hora de cenar y por un momento nos sentimos integrados. Mediante señas le indicamos a nuestro guía que haríamos la cola, pero puso cara de ofendido y nos colocó los primeros. Y a diferencia de lo que cabría esperar, todo el mundo estaba encantado, sonreía y nos hacía gestos de aprobación. Nada, ya que habíamos llegado hasta aquí, nos dejamos llevar. Fuimos pasando con nuestras bandejas, nos ofrecieron arroz blanco (plain rice), una salsa riquísima encima del que no pude entender su nombre pero que estaba hecha de lentejas amarillas (yellow dal), un plato de garbanzos con espinacas muy picante (Chana Masala), un dulce naranja, un pan crujiente hecho de harina de lentejas (Papari) y otra especie de pan frito que utilizamos a modo de cuchara, ya que como os podéis imaginar allí no había ni un cubierto.

Nos dieron paso hasta la cocina, nos sentaron en unas sillas allí y el grupo de cocineros y un señor mayor que parecía uno de los organizadores nos miraban sin descanso mientras continuaban con sus labores. Incluso el fotógrafo oficial del evento nos hizo un par de fotos comiendo. Empezamos a degustar la comida, que si soy sincero estaba mejor que las que he probado en los distintos restaurantes que he visitado hasta ahora, y se notaba que había mucho amor en ella. Además, ver cómo los cocineros observan cómo comes con las manos y cómo disfrutas no tiene igual.

Nos colmaban de atenciones, cada dos minutos se nos acercaba alguien para ver si queríamos más, comprobaban si nos gustaba y si queríamos agua. Cuando ya habíamos más o menos terminado, nos preguntaron si nos gustaba el dulce y tras una afirmación apareció otro hombre más con una especie de lazo de masa frito de color amarillento bañado en miel. Riquísimo.

Sopesamos la situación, cómo nos estaban tratando, y una vez perdido el miedo a que nosotros fuéramos el postre de todos los congregados, sacamos la cámara de fotos y nos acercamos a hablar con los cocineros y demás espectadores. Intentamos que nos dijesen qué se celebraba, pero de su falta de conocimiento del inglés solo pudimos deducir que se trataba del fin de una peregrinación, que habían traído de vuelta a su deidad y lo estaban adorando. Todos os cocineros fueron muy amables e incluso posaron cucharón en mano para la foto.



Volvimos al patio principal donde seguía la cola de comensales recogiendo su ración y nos fijamos en la otra fila de personas que se subían al estrado donde se entregaban las ofrendas y se ofrecía una plegaria. Una estructura metálica con unas escaleras de subida y otras de bajada y una alfombra roja delante por donde los peregrinos se acercaban descalzos.


Nuestro siguiente encuentro fue un grupo de niños pidiendo que le hiciéramos una foto. Hicimos una primera foto, una segunda foto, otro grupo de niños de otra esquina pidiendo una tercera, luego dos amigos que querían otra foto pero ellos solos… y así podrían haber seguido hasta el infinito si un adulto no nos hubiera rescatado. Nos preguntó cómo nos llamábamos, que de dónde éramos y si nos estaba gustando. Hicimos alguna foto más y una vez más fuimos interrumpidos y conducidos hasta el escenario donde se encontraba el maestro de ceremonias y su micrófono. Nos indicaron que nos quitásemos los zapatos y nos subieron donde se encontraba el presentador.


A Anna la dejaron un poco de lado y a mí me preguntaron que de dónde veníamos. Entonces escucho que el orador dice por el micrófono una palabra en hindi que me recordó bastante a Spanish (españoles). Todas las miradas del público se dirigieron hacia mí y vi a cámara lenta cómo un micrófono se me acercaba y el presentador decía “Speak” (habla). Un cruce de sentimientos me embargó, vergüenza, respeto, miedo a ofender a alguien, orgullo, tranquilidad. Pero desempolvé mis habilidades de improvisación y embajador cultural y cual jefe de estado sentencié: “Good evening everyone. We are Anna and Jose from Spain. We are glad to be here sharing your food and your belief. We feel really welcomed. Thank you very much”. (Buenas noches a todos. Somos Anna y José de España. Estamos encantados de compartir vuestra comida y vuestra fe. Nos sentimos sinceramente bienvenidos. Muchas gracias.) Y tras una ovación general, devolví del micrófono al presentador. Seguidamente me colocaron un pañuelo naranja alrededor del cuello y me regalaron un coco y un ramillete de flores. Se ve que a las mujeres las dejan un poco de lado porque a ella solo le regalaron una flor.

Ya por fin con nuestro coco en la mano, hicimos una donación al santo por la que me dieron un recibo para desgravarlo en la declaración de la renta del año que viene y nos marchamos caminando por donde mismo vinimos sin poder dejar de reír cada cien metros hasta llegar a casa. Confieso que no llegamos a ver el templo de Smi Ram, pero mereció la pena.

1 comentari:

VIGILANTE ha dit...

Me alegra comprobar que estais bien, incluso habeis conocido el famoso Rocio Hindú...

Estaré pendiente de lo que escribais, un abrazo

Juan Pe